¿Cómo funciona todo esto?

Simple. Voy a dormir y tengo un sueño, luego vengo y te lo cuento.

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Injurio humano

Abril 5, 2012

Recuerdo un dolor insoslayable. 

Cuando abrí los ojos no podía mover mi brazo derecho, ni siquiera volteé a verlo por miedo a encontrar dedos torcidos o huesos al aire libre; mi torso estaba intacto, pero de la cintura hacia abajo sólo había un montón de ropa y un estigma que me consumía. Mi cara estaba sucia, no la vi, pero la sentí sucia y eso es lo que cuenta; una playera sin mangas gris, arrastrada y bien vivida, con hoyos al frente y rajaduras en los costados. Me sentí como un desamparado, alejado en la tristeza de una calle gris, de un cielo gris, de un aire gris y rasposo. Hacía calor y sudaba, sudaba y sentía dolor en las piernas desaparecidas. ¿Seré un indocumentado? ¿Seré un hobo? No creo; no tengo hambre. Me siento fuerte pero desolado e impotente nada más. 

Todo esto surgió en un análisis que en tiempo de sueño duró poco menos de tres segundos, mientras que escuchaba la aridez del viento estrellarse en mis oídos, eso hasta que los gritos de un verdadero vagabundo tronaron mi lúcida concentración. Lo vi a lo lejos, una cuadra de distancia, lo vi tirado boca abajo, arrastrándose —o al menos haciendo lo posible— a lo largo de la orilla de la acera quebrada, antes que él había un terreno baldío, cubierto de plantas desérticas y hierbas indeseadas (¿por quién?);  lo vi sin unos cuantos dientes y el resto de ellos rotos o cubiertos de mierda; una gabardina con un kilometraje nada envidiable, el color original no queda claro, pues ahora era gris y enredada de no sé cuánta porquería; sus cabellos largos, grasosos y viejos que denotaban un gris decadente, liados, enmierdados. Me dio miedo su expresión, me llenó de un vacío que se aunó a mi dolor y me destituyó del título de humano; era una cara viciosa, eran unos ojos que apelaban al egoísmo producido por la injusticia de su incomprensible vida, sus pómulos encasillaban con mayor fuerza la intención de sus ojos amarillentos y enfermos; ante mí un hombre que perdió la humanidad, tal como yo la estaba perdiendo en aquel momento; me imaginé su cuerpo desnudo y cubierto de llagas, mugre y materia muerta; lo evoqué y en cuanto comencé a visualizarlo desnudo y arrastrado, gritó otra vez.

–¡Ven conmigo!

Se impulsó hacía enfrente, siguiendo su camino al lado de la acera, se intentó impeler y sonrío con malicia inherente. Entonces lo vi y lo comprendí, delante de él había un bulto de lo que yo pensaba eran harapos y desechos, era simplemente un perro callejero; estaba enfermo y lastimado, lo sé porque comenzó a llorar con una ternura que me permeó el corazón y supe que seguía siendo humano, que seguía siendo yo a pesar de las circunstancias. El perro volteó a ver al viejo y se ahuyentó, regresó la mirada hacía enfrente y también se impulsó lentamente, con cada centímetro se exprimía su ser; y con cada centímetro que se le acercaba el viejo se exprimía otro poco.

–Ven, perrito; hagámonos compañía, perrito.

Esa voz cautelosa, cubierta de insolencia y nauseabunda. Me sentí más envuelto en pesadumbre.

El perro volteó una vez más, dejó de arrastrarse y extendió su pata delantera hacia el viejo; cuando el viejo acercó su brazo huesudo hacia la pata ensangrentada del perro, éste la retornó; debió darse cuenta de la mirada triunfante del viejo y desconfió. Siguió pues arrastrándose y lloriqueando, chillando un lamento que me devolvía mi vida y consumía la suya con cada respiro.

–No, chiquito, ven, acércate. Ya estoy cansado de esta miseria, necesito un abrazo... Necesitas un abrazo.

El perro respiraba cargado de tristeza, exhausto y desolado, se detuvo en seco al escuchar al viejo esta vez y simplemente se dejó caer, volteando la cabeza hacia atrás, mirando al viejo en los ojos y dejándose ir para él, aceptando un destino mutuo en la pelea por la supervivencia. Entonces el viejo comenzó a reír y toser, a sangrar y dirigirse con mayor rapidez hacia el perro.

Al fin lo alcanzó y lo abrazó con una alegría renovada, pegó la pequeña cabeza llena de pelambre asqueroso contra su pecho quebradizo y el perro lo recibió con un agradecimiento que sólo yo pude percibir cuando vi sus ojos enternecidos por la afabilidad demostrada.

Y entonces el viejo susurró mientras el ambiente entero se cubría de melancolía y tristeza que me golpeaba el ánima.

–Ya te atrapé, cabrón.

Y los sucesos se plasmaron con tanta furia y tanta vitalidad, que me dejaron absorbido y reducido, no me pude mover cuando el perro se tornó en un animal aterrorizado por lo que acababa de escuchar, no pude hacer nada mientras se volteó y extrajo toda la fuerza, toda la energía, toda la pequeña posibilidad de ánimo de su pequeño cuerpo lacerado y se intentó escabullir entre los brazos de este viejo, su cabeza se dio vuelta y se escapó por debajo sus manos convertidas en garras, sus patas delanteras la siguieron y tocaron el suelo para impulsarse; el viejo comenzó a gritar y forcejear como si su vida dependiera de aquel encuentro, sus ojos ya no eran más que el reflejo del último recurso de una persona reducida a lo más mínimo, una y otra vez aventó sus brazos en búsqueda de algún miembro del perro para recuperarlo; el perro soltaba gemidos y llantos espeluznantes mientras sus patas delanteras explotaban el suelo y lo rasgaban para encontrar la salida, el perro erguido saltó lejos del viejo y el viejo gritó NO y se transformó en una malicia que se deleitó en el agarre de la pata trasera derecha del perro. Lo cogió y lo arrastró con un vigor que parecía salir de la inexistencia. Lo arrastró hacia él y se rió, lo arrastró con la mano derecha y con la izquierda se fue a su patita, con la izquierda, el viejo comenzó a pellizcar la piel del perro en la pata y a jalar. Jaló y rió, jaló musitó victoria entre suspiros pesados y ahogados, jaló y jaló mientras el perro gemía y yo me moría del dolor. Jaló y arrancó un pedazo de piel del perro que se extendía lentamente en una prolongada trayectoria desde el talón hasta la pantorrilla entera, pude ver el rojo intenso del músculo de la pata del perro, se contraía intentando escapar, los nervios encogidos de ardor y el viejo triunfante acercándose el pedazo de carne a la boca y arrancando con sus dientes la vida de ese perro.

Recuerdo que los gemidos del perro cesaron y sus ojos estaban abiertos y petrificados, mirando con total atención lo que ocurría con su pata; una aflicción tan mía como suya, tan inmóvil él como yo, su dolor se volvió el mío y mientras se observaba a sí mismo mientras era engullido a carne viva, yo dejé de respirar y grabé la imagen que estoy seguro nunca olvidaré. La humanidad me dio la espalda en aquella calle gris y azarosa.

Y entonces me desperté.